Cuando pasa el tiempo

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En los agostos que recuerdo, en la diminuta playa gallega del pueblo de mi madre, dos jubilados aparcan su coche a medio día. Con pausada calma, se bajan del viejo Seat y recogen su bolsa de playa del maletero. Como con sigilo, intentando no interrumpir el ruido veraniego, bajan hasta la orilla prendidos de la mano.

Él lleva dos sillas, una azul y una rosa y las coloca muy cerca de la orilla. Ella porta la bolsa que sitúa entre las dos. Se desvisten al unísono, dando vida al ritual que parece ser, metiendo sus pies melódicamente en el agua helada.

Él comienza a hacerse con el mar, sumergiéndose poco a poco, todo lo rápido que le permite el frío del agua y el sordo rugido de su cuerpo envejecido, curtido por los años, las guerras, el amor, los hijos… Y así hasta que se hace amigo de lo hondo y nada con sorprendente fluidez, llegando hasta la distancia que él mismo ha pactado en un acuerdo desconocido para el resto, y vuelve a la orilla.

Ella, mientras tanto, lo espera con los tobillos ya sepultados por un mar que ronea con la arena, con los brazos en jarra y la sonrisa tan postiza como genuina, impasible.

Cuando los dos se encuentran en el mismo dibujo de la arena y el agua, ella comienza a marcar su terreno, separándose de su compañero, mientras se coloca un gorro de goma. Él la mira, de una forma similar al de ella al observarle minutos antes. Cuando el mar se atreve a rozar sus caderas, la mujer comienza a andar por el agua, pero no hacia lo profundo, sino dibujando una línea horizontal marcada por la altura de la costura de su bañador.

Mientras camina mueve los brazos imitando las brazadas del nadador más ágil. Así tres o cuatro veces, de lado a lado de esa pequeña piscina de sal con algas, que en invierno el mar bate con fuerza. Cuando llega a la orilla, los dos vuelven a juntar sus manos, entrelazando los dedos, mirándose.

Ambos han nadado a su manera. Uno lo ha hecho mejor, pero el esfuerzo de los dos ha sido el mismo y sus miradas cómplices se aplauden con igual devoción. Ella no sabe nadar, pero él la observa como si su estilo patoso y disimulado fuera digno de medallas de oro. Ahora toman asiento en ese escenario colocado con esmero, frente al paisaje que escogieron para llevar a cabo su ceremonia.

No hay testigos, pero la playa está llena. Solo yo observo con ternura mientras su ejercicio de amor y amistad longeva llamara por sí solo a mi inspiración. Ningún veraneante abandona su tarea para contemplar el espectáculo de estos jóvenes disfrazados de ancianos y me sorprendo feliz y agradecida.

Sentados en su silla, se toman de la mano una vez más y hablan poco, hasta que su piel seca marca el final de esta etapa y se van en poco tiempo. Con el mismo sigilo con el que se atrevieron a llegar a la playa, marchan. Juntos, callados, silenciosos, complacidos…

Vivimos en un mundo que cree haber cambiado noción y reglas de amor. Que por ser ahora más experimentado, más abierto y más instruido, no vive nutrido por latidos puros. Sin embargo, no prestamos atención a pequeñas notas de un espectáculo que luego nos emociona en grandes pantallas o libros premiados. Y pasa el tiempo y nunca sabremos cómo de potente pudo ser aquello que tuvimos entre las manos a lo que no le dimos la oportunidad.

Nos da miedo, pero huimos de ello porque creemos poseer juventud y tiempo, y malgastamos el momento pensando en un mañana mejor… Y es que el amor está presente en las manos arrugadas y viejas, acariciando la piel honda y manchada que puede convertir en retazos de primavera y en suspiros con olor a flores la limitante vejez que ahora acontece.

Amar es no saber cuándo empezó, porque desde que los ojos se cruzaron, el corazón no encontraba cómo sobrevivir sin tocar la piel, sin respirar el olor y sin intercambiar la palabra. Son instantes en que se regalan las sonrisas; y dos mundos tan distintos como la persona, se contemplan y comprenden desde el mismo prisma. Es tan casto, que se cambia la necesidad por el respeto, la libertad se entiende y los abrazos acallan preguntas, los besos son deliciosos y uno habla en el sueño del otro eludiendo la capacidad de decidir.

Pasa el tiempo, y cuando la muerte llama a la puerta, queda resignarse y esperar a que regrese de nuevo para hacer justicia con un amado y ansiado reencuentro, que solo la fe es capaz de dar vida en el pensamiento, mientras no queda más que llorar por las noches de soledad en una almohada que antes se compartía.

«El amor nace del deseo repentino de hacer eterno lo pasajero»
Gómez de la Serna

3 Comentarios Agrega el tuyo

  1. menchuti dice:

    No puedo más que dar gracias al Universo, además de por todo, por haberte puesto en mi camino para poder disfrutar y aprender de alguien tan especial como tú, con una calidad humana digna de admiración y una luz tan radiante que es imposible no querer estar a tu lado a cada momento.
    Eres, simplemente, genial. TQ.

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    1. Gracias Carmen. Es igual de bueno encontrar por el camino amigas brillantes, buenas y puras como tú. Yo también te quiero!!!

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