Cuando la tempestad y la calma

Con el ocaso de julio,

me propongo mi cita con el texto al que acostumbro las noches de los días finales del mes.

No siempre consigo que las palabras fluyan para dar cuerpo a esto.

Estuve en el mar durante este julio. Más veces de las que esperaba.

Me llevé mi música, mi cuaderno y bolígrafo, cerré los ojos, aspiré la bruma, fruto de la batida más mágica que existe, entre la calma y la marejada, tejiendo espumas que con el aire acarician la arena y mi piel.

Respiré de nuevo, mandando cada segundo de oxígeno al corazón, al mismo que se conmueve con la luna enorme y brillante de hoy. Pedí inspiración.

Nada.

Llevo meses sintiendo mucho, pero en una conquista de paz y de esperanza poco habituales en mí, parece que enmudezco.

Ayer, en la playa gallega que protagoniza el noveno capítulo de Espuma de Cerveza y Mar, creí, de pronto, ver a aquellos ancianos disfrazados de jóvenes en dos sillas detrás de mí, alejados de la orilla, con su Nivea en la bolsa.

Puedes leer aquí Cuando pasa el tiempo

Les observé descaradamente, sin saber si eran ellos, intentando recordar si me inspiraron dando forma a una idea poética o si realmente fueron personajes fieles de lo que describí hace años. En todo este tiempo, no sé si cambiaron o el ejercicio de mi recuerdo había adornado demasiado su realidad.

Caí en la cuenta de que lo que realmente evoluciona es nuestra forma de mirar.

Cuando escribí aquella historia de devoción y amor clásico de abuelos en un verano que nadan desacompasados y se esperan mutuamente al recoger su bolsa y hamacas para volver a su antiguo coche juntos, tomados de las manos, bañados en salitre y arrugas, no sentía las cosas como las vivo ahora.

Confieso que escribí esas líneas intentando crear un futuro rodeado de caricias y mar, piel morena tostada al sol, paz y confidencias, miradas cómplices y silencios sin incomodidad. Creía que podía proyectar en mi futuro aquello de lo que era testigo, como mereciéndolo por el simple hecho de poder verlo y enternecerme.

Mientras esperaba que pudieran celebrar, para mí, aquel ritual que podía poner a prueba mis propias capacidades de sentir e imaginar, me cuestionaba sobre lo que sería envejecer con alguien.

Parecen promesas llenas de miedos y dificultades que hace años pensaba lograr. No me importó, de pronto, si eran ellos o no. Eran dos personas que estaban juntas mirando al mar, en medio de la brisa gallega que refresca del calor y de tanta gente que se aglutina en esa esquina de arena blanca y espesa; sin embargo, por un momento, solo estaba yo.

Sentí que los deseos del pasado no tenían cabida en el presente que me rodeaba en esa playa, que he vivido mucho aun con la percha de lo efímero. He cruzado miradas intensas sin más deseo que cambiar risas y secretos en una terraza de bar, aunque luego hubiera magia y se transformara en más. He visto a lo lejos un barco de vela que me ha proyectado recuerdos que no se han creado, al menos todavía, de emociones que no existieron porque no estuve en aquel lugar.

He sentido el corazón como si parpadease fuego esperando en un andén, y también mientras conducía y tenía a mi lado a un desconocido que en realidad nunca lo fue. En mi azotea sentí que podría parar el mundo y que esta vez sí, se quedaría conmigo, porque colonizamos aquel espacio en medio del murmullo más molesto de la ciudad y permitimos que el silencio se gestara bajo el trazo de una estrella fugaz que nos eligió a nosotros para su viaje de un instante en un escenario de abrazo inmortal. Eso sí fue casualidad y no una canción de Shinova, sintiendo que cada día podríamos descubrirnos música nueva porque su melodía nos sorprende por primera vez pero su letra nos hace cosquillas, y retumba con brillo adentro y afuera.

También fue eterno un instante en un parque del sur de Madrid, donde en la noche se veía al fondo la ciudad y se oían retazos del timbao, después de un julio lleno de miedo y nervios donde encontré hogar en la familia de otra persona, una casa de pueblo en la que dormí en paz y me recordó a mi infancia y un cariño que quedó enclaustrado pero sirvió de alimento a latidos que se perdían sin ti.

El amor también está ahí, tentando instantes y huyendo de los matices de lo perpetuo. En personas que luego no se ven más (o quizá sí), pero se recuerdan siempre. En la entrega a una noche que parece la vida. En aquellas tardes que bebimos a antojo para después sudar en exceso, todas las veces que creímos a capricho en todos los planos del universo porque con uno era demasiado poco, sonriendo, creando un futuro que no se ha dado aún, cerrando los ojos con la luz dada (y el amanecer naciendo), siendo piel y un espíritu envuelto en deseo.

El amor está ahí. Nos rodea, nos llena, nos da ansias de vivir y a mí me lleva siempre al mar. Mientras le saco las ganas a algo que pueda llegar a la ancianidad, me visto de joven con la emoción de alma vieja. Eso, mientras tenga aire, cebada, risa y pálpito, no me va a faltar. Desde este momento de sosiego que me tiene algo cohibida de palabras y de creación, me fundo con esa piscina de sal y algas, de vida marina, que está como una balsa y de pronto libera una ola como un torrente, algo tan suyo que parece no tener importancia pero que simboliza toda su esencia. Así, como nosotros, que le quitamos drama a cada encuentro pero nos abrazamos al dormir para suspirar después por la mañana. Como una tempestad a la que le sigue la calma, como la calma que vive para darle sentido a la tempestad.

«Nunca nadie ha medido, ni siquiera los poetas, cuánto puede resistir un corazón».

Zelda Fitzgerald

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